Fidelio Mandilón

Ya desde muy pequeño se veía que Fidelio Mandilón no iba a ser un hobbit con demasiada presencia; es más, se diría que iba a ser un hobbit bastante enclenque. Conforme fue creciendo se confirmaron todas las sospechas: mientras los demás niños trepaban a las copas de los árboles, Fidelio no era ni siquiera capaz de subirse encima de un taburete. Para consolarlo, sus padres le decían que aquello no tenía importancia, que no se sabía de ningún hobbit de provecho que para ganarse la vida hubiese tenido que subirse encima de un taburete y menos todavía a la copa de un árbol, pero a Fidelio eso le daba igual: el quería ser como los demás.

Tal era su empeño, su empuje, su tenacidad, su insistencia, su testarudez en definitiva, que decidió convertirse en el mejor trepador de árboles hobbit de la historia. Para ello comenzó a entrenarse: mientras los demás chicos de su edad tonteaban con sus amiguitas o se zampaban remesas enteras de tartas de manzana, él corría monte arriba, monte abajo, levantaba grandes piedras a pulso y le echaba carreras a los poneys de su tío Floro. Cuando todo el mundo empezó a tomarlo por loco, sus padres comenzaron a preocuparse: la estirpe de los Mandilón no poseía un loco en la familia desde hacía más de cien años y no iban a romper la racha ahora. Por tanto, le prohibieron al muchacho esos comportamientos tan excéntricos que no conducían a nada.

Pero el empeño, el empuje, la tenacidad, la insistencia, la testarudez de Fidelio eran virtudes que él tenía en bastante estima, por lo que continuó entrenándose, aunque no de manera explícita, lo que quiera que signifique esta palabra. Si su padre le ordenaba sacar las barricas de la bodega para proceder a su lavado bimestral, él las sacaba, las lavaba y las guardaba un mínimo de diecisiete veces cada una; si lo enviaban a recoger tomates al huerto, el camino de ida lo hacía andando con las manos, y el de vuelta portando, además de una cestita con tomates, una enorme piedra de treinta quilos que decía haber encontrado entre las tomateras.

Un día, para medir sus progresos, decidió presentarse de incógnito a la Carrera Anual de Sacos de Ranales; para que nadie lo reconociese se colocó, además de en los pies, otro saco en la cabeza. No sólo ganó, sino que le sacó al segundo más de quince sacos de ventaja, hecho increible si tenemos en cuenta que corría a ciegas. Todo el mundo lo alababa y victoreaba, pues no se recordaba hazaña tal en toda la historia de la Carrera Anual de Sacos de Ranales: como mucho, Gordelio Soto había conseguido la victoria un año con seis sacos de ventaja. Por supuesto, despues de tal logro, Mandilón dio a conocer su verdadera identidad. Sus padres, cuando más tarde se enteraron, se abrazaron emocionados y se alegraron de haber forjado un campeón.

A partir de aquel momento se olvidó de subir a los árboles y se dedicó en cuerpo y alma a las carreras de sacos. Todo fueron alegrías: Fidelio ganó, consecutivamente, la Gran Carrera de Sacos de Alforzaburgo, la Competencia Intercuadernal de Deporte de Sacos, las Veinticuatro Horas de Los Gamos y la Clásica de Juncalera. Sin duda un palmarés inigualable. La fama lo precedía allá por donde iba: la gente se peleaba por hacerse con los sacos que había utilizado en las carreras; las jovencitas se lanzaban a sus pies, con la esperanza de poder arrancarle algún pelo y guardarlo como recuerdo; se organizaban meriendas en su honor, le arrojaban pétalos de rosa y pastelillos de ciruela a su paso... Lo nunca visto.

Al final, Fidelio se casó con una de sus admiradoras y echó tripa.

Cátedra de Hobbitsofía

 
UAN, IX Edad